lunes, diciembre 31, 2012

Un septiembre


Esta foto la ha colgado mi amigo Pablo en un grupo de Facebook dedicado a mi vieja pandilla santoñesa. La instantánea está sacada poco antes de que yo fuese aceptado en el grupo. Yo era entonces un veraneante bilbaíno en tierras cántabras, un chaval que vestía como un viejo, un rarito que no conocía a nadie, que le gustaba Marlon Brando, que leía el periódico en el autobús y que solo bajaba al pueblo para ir a clases particulares, al mercadillo de libro antiguo en la Plaza de San Antonio y al cine. El pueblo tenía tres.

En aquellas clases particulares conocí a un tipo llamado Giuseppe, un genovés muy cara dura pero divertido. Él siempre me hablada de sus amigos, de su pandilla. Yo cada tarde regresaba a mi casa y fantaseaba entrando seguro y sonriente en los bares del pueblo con mi clan, con los míos. Cada tarde esperaba que Giuseppe me lo dijese: “Te los voy a presentar”. Cuando creía que el día nunca llegaría, un septiembre llegó. Y dijo las cinco palabras exactas: “Te los voy a presentar”.

Nos conocimos en un garito discotequero que ha cambiado de dueños y de nombres varias veces. De fondo se escuchaban españoladas, algo de Guns & Roses y temas de Technotronic, Chimo Bayo, The KLF y The Farm. Ya saben, toda es mierda. Saludé a todos con la mano, inseguro y expectante. Todo fue bien. Esa noche, no muy borracho pero apestando a tabaco, cerré con mucho cuidado la puerta de la casa de mis abuelos, donde dormía cuando me quedaba en el pueblo. Lo hice con una sonrisa deslumbrante. Tenía pandilla.

Después llegaron las carreras con las motos y ese genial pestazo a gasolina que se mezclaba con el olor a mar de la bahía. Y los recreativos, y las borracheras legendarias, y las fiestas salidas de madre, y las grabaciones chorras con mi cámara vídeo, y los discos compartidos, y los conciertos… Hoy muchos han desaparecido de mi vida y casi todos nos hemos separado, hemos elegido otros caminos, otros grupos, otra gente. Como todo el mundo, supongo. Pero todos podríamos ser los personajes de una bonita novela de amistad veraniega. Algún día se los voy a presentar. Escrito el domingo 30 de diciembre de 2012.

jueves, diciembre 27, 2012

Cine y Música de Salvat


Se han portado bien este año en mi cumple, y el de la foto es el regalo que me ha hecho más ilusión. Me lo ha regalado mi viejo, que tiene alma de fenicio y le encanta merodear en el rastrillo dominical de Santander, en el túnel de Pasaje de Peña, quince años ya animando las mañanas a santanderinos y visitantes. Mi padre trasteaba entre chatarra, libros amarillentos y ornamentos grimosos -algo que le vuelve loco- cuando descubrió estos vinilos que le sonaban de algo, de cuando yo era un crío, de mis primeras incursiones en el mundillo sountrack.

Ahí estaba, y en perfecto estado de conservación, más de la mitad de la colección Cine y Música de Salvat, que era cosa muy seria en aquellos ochenta de enciclopedias que hacían bulto en las salitas o de bergantines a montar por entregas que fenecían inacabados en habitaciones infantiles. Cine y Música se vendía con sus fascículos, que luego se encuadernaban y se convertían en otra enciclopedia para hacer bulto.

El que llevaba el puesto en el mercadillo no era un coleccionista habitual de ese lugar, sino un gitano que ni sabía lo que tenía, ni lo que podría costar ahora la colección. Y ahí entró mi padre el fenicio, que seguro se lo sacó por un precio de risa. Menudo es.

Vista ahora, parte de la colección resulta muy inocente, tiene una selección a veces acertadísima y otras veces infeliz, depende el disco. Pero lo mejor de Cine y Música de Salvat es que, salvo en rarísimas ocasiones, todos los temas son originales. También que fueron tremendamente pretenciosos, quisieron abarcarlo todo: lo mejor del cine musical, de terror, de gangsters, del oeste, del espacio, la música clásica en el cine, lo mejor de James Bond, lo mejor de Disney, Jesucristo en el cine… Y luego bandas sonoras enteras, como Carros de fuego, El último tango en parís, Psicosis, El mago de Oz, West Side Story...

Años más tarde de su estreno, ya en los noventa, Cine y Música tuvo su versión en CD, pero ya no era lo mismo, aunque tengo algunos de aquellos compactos que seguro también tendrá mi amigo NAPALM. Fueron los vinilos, entre ellos los de Cine y Música de Salvat, los que encendieron la vela de nuestra amistad, más bien un gran cirio. Perdonen la pedantería. Nos conocimos en clases particulares de latín, un verano, hace ya siglos. Yo no tenía ni zorra de aquella lengua cadáver, ni me apetecía saber nada. Nunca supe nada de latín, pero siempre aparecía en aquel piso donde dábamos clases con bandas sonoras debajo del brazo. Las compraba en Jorbi (Santoña) o en Drope (Santander), los dos comercios ya desaparecidos y los dos del mismo propietario: José Vidán.

Y, claro, NAPALM vio algo interesante en aquel tipo raro que se parecía a él. Era de esos raros que se ponía bandas sonoras en el cuarto hasta que su padre le gritaba para que estudiase algo o se durmiese, de los que escuchaba hasta altas hora de la madrugada a Pumares en la radio, de los que abandonaba a los amiguetes que andaban “de litros” porque a la una y veinte de la mañana echaban Pasión de los fuertes en La dos ¡y encima en versión original!

De ahí pasamos a los cafés, de los cafés a los vinos, de los vinos a los cubatas y de los cubatas a una amistad casablanquera. En cuanto le vea le voy a enseñar mis vinilos. Para que se pudra de envidia, más que nada. Ah, y que no se me olvide: Gracias, viejo. Escrito el miércoles 26 de diciembre de 2012.  

jueves, diciembre 20, 2012

CLAUDIA

El lunes pasado, con fiebre, me puse a ver uno de esos programas de telemierda. Jorge Julián Válmez, un hombre feo y bajito, con aspecto de mesonero de aldea pero embutido en ropajes amanerados, jugueteaba con los pelos del torso de su realizador. Eran dos ositos cuarentones, orgullosos de conocerse, entretenidos, hueros, contentos de estar completamente vacíos.

Jorge Julián, risueño y seguro de sí mismo, guiñó el ojo a su realizador y se dirigido a la zona del plató donde le esperaba una familia de cuatro miembros: una madre, un padre, un hijo adolescente y una niña, Claudia, recostada sobre una precaria silla de ruedas. La cría era horrible, espantosa. Tenía la cara completamente deformada y los pocos dientes que le quedaban eran un sin dios. Sus ojos parecían casi salidos de sus cuencas. La cría observaba el plató del programa Salvaguárdame nerviosa y entretenida. Excitada. Aunque ella no entendía que estaba en el cetro del mal, en el meollo de la más pura mendacidad, le entretenían todos aquellos focos, aquellos colores chillones, aquellas gradas con gente mayor, aquel fondo musical hortera.

Claudia había nacido con el cráneo deforme, por lo que su cerebro había sido seriamente dañado. No podría dormir tumbada como nosotros, lo hacía sentada, como John Merrick, el hombre elefante. Si Claudia se tumbaba sufría, se ahogaba. Podía morir. En realidad Claudia podría morir en cualquier momento. Por eso su expresión era tan brutal. Todo su cuerpo estaba rígido, comprimido. Claudia era un accidente. Toda una “criatura de dios”.

La familia buscaba dinero en el programa de Jorge Julián, que acaba de publicar su primera novela y está súper abierto a las causas de interés muy humano. Gracias a Jorge Julián la familia consiguió que los tapones de botella que han recolectado para ser reciclados en una fábrica sean trasladados gratuitamente. También lograron que el padre, que lleva cuatro años parado, pueda conseguir un curro. Y posiblemente una nueva silla de ruedas. Todo gracias a Jorge Julián.

No sé si fue la fiebre o las dos copas de vino que mezclé con el antibiótico, pero durante minutos, y llorando impotente, emocionado, flojo y muy ridículo, me sentí en la piel de Claudia. Y no sentí indignación por lo que veía. No sentí rabia por el uso infame de semejante tragedia familiar, no sentí asco por los que estaban detrás de todo eso, ni por la impúdica exposición de esa familia de pobres ignorantes, ni porque en mi país ese tipo de televisión fuese legal. No. Entré en Claudia, entré en aquellos colores chillones, en los focos, en las gradas, en la gente mayor, en aquel fondo musical. Era divertido, era entretenido, era estar vivo.

Y enseguida Jorge Julián despidió a Claudia y a su familia y se puso a hablar con una prostituta. Apagué la tele. Y apagué las luces. Escrito el 17 de diciembre de 2012