
He trabajado con Guillermo Toledo. Lo conocí currando en una película de Colombo. Pleno agosto. Un calor abrasador en un asfixiante plató, en el jodido “Torrejón de Ardor”. Se rodaba una secuencia musical con muchos figurantes, todos ellos de aspecto andaluz o gitano. Palmeros y cantantes.
El rodaje se alarga. Los retrasos impacientan a los pobres figurantes, que en el exterior del estudio se deshidratan por el brutal calor. Mientras escucho indicaciones por el walkie, una mujer de unos setenta años se me acerca. “Joven, ¿no tendrá una silla para mí? Me están matando las varices”. “Claro, señora”. Cierro el walkie y entro en el plató. Agarro una silla de plástico vacía, perteneciente al equipo, y se la doy. “Muchas gracias, chiquillo”. Un asistente de dirección, mi superior, se acerca a mí con el rostro desencajado y las manos temblorosas.
- Ivan… esa silla no es para figuración.
- Tiene varices.
- Como si tiene juanetes, Ivan. Esa silla pertenece al principal crew.
- ¿Crew?
- Equipo, Ivan, equipo. El equipo principal.
- Estaba vacía.
- Pero igual la necesitan, tiene que estar ahí. Para ellos.
- Tiene varices.
- ¿Te estás quedando conmigo?
- Mira, esa silla es para esa señora. No se va a levantar de ahí hasta que le llamen.
El tipo, un fulanito que se creía Patton por tener dos walkies con cartucheras, se fue dando aspavientos, atacado de los nervios, histérico. Esa tarde la secuencia se rodó sin problemas, la gitana con varices cantó como nunca y a mí me cayó un desagradable rapapolvo que me hizo aprender una lección: el mundo del cine es un mundo absurdo, clasista, injusto, duro, un mundillo de castas, de ridículas elites y de gente tirando a chunga. También aprendí a buscarme otro trabajo. Escrito el domingo 11 de septiembre de 2011.
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