jueves, marzo 27, 2008

Aquellos días de agosto

En una  entrevista concedida a Clarín y al diario Público Tom Wolfe decía de Philip Roth que ya cansa con sus viejos enfermos en decadencia. Algo de razón tiene, pero es un gran escritor. El último Roth que ha llegado a mis manos (‘Elegía’) me ha causado una tremenda impresión, ha tocado una tecla que no era recomendable tocar en mi interior. El libro me enganchó por motivos íntimos: el protagonista es un publicista que se retira a su pueblo en la costa para pensar en el final y en lo que ha sido su vida. Cuando Roth habla en boca de su protagonista, aun joven, escribe: “¡Tengo treinta y cuatro años, preocúpate por la nada, se dijo a sí mismo, cuando tengas setenta y cinco!”.

Y llegan los setenta y cinco. Y llega la nada: “Sólo existían nuestros cuerpos, hechos para vivir y morir de acuerdo a unas condiciones decididas por los cuerpos que habían vivido y muerto antes que nosotros. (…) Cuando eres joven, el exterior del cuerpo es lo que cuenta, tu apariencia externa. Al envejecer lo importante es lo que tienes dentro, y a la gente deja de importarle tu aspecto”.

Lo mejor de ‘Elegía’ es la manera con la que Roth narra una historia con temas tan graves como la muerte, la enfermedad, el dolor insoportable o la vejez sin rozar en ningún momento la pedantería o lo insoportablemente espeso. Y su prosa es magnífica. Para expresar lo que él entiende por vejez (una auténtica masacre, no una batalla) maneja imágenes de una belleza y una poesía admirables. Un ejemplo:

“¿Cuánto tiempo tiene que pasar un hombre recordando lo mejor de la infancia? ¿Y disfrutando lo mejor de la vejez? ¿O quizá lo mejor de la vejez fuera sólo eso, el anhelo de lo mejor de la infancia, del brote tubular que era entonces su cuerpo y que surcaba las olas allá a lo lejos, donde empezaban a formarse, las cabalgaba con los brazos extendidos y las palmas unidas, como una punta de flecha, y el delgado resto de su cuerpo le seguía como el astil, y se dejaba llevar hasta que rompían, hasta que su caja torácica rozaba los pequeños y aguzados guijarros, las conchas melladas o pulverizadas en la orilla, y entonces se levantaba, volvía a dar media vuelta y se adentraba tambaleándose en el agua hasta que le llegaba a las rodillas y era lo bastante profunda como para zambullirse y nadar como un loco hacia las olas que se erguían, hasta el verde Atlántico que avanzaba inexorablemente a su encuentro como la realidad obstinada del futuro, y, si tenía suerte, llegaba a tiempo de atrapar la siguiente gran ola y la siguiente y las posteriores, hasta que la luz del sol poniente que brillaba en el agua le indicaba que era hora de marcharse”.

“Corría a casa descalzo y mojado y salado, recordando el poderío del inmenso mar que bullía en sus oídos y lamiéndose el antebrazo para saborear la piel recién bañada por el océano y horneada por el sol. Junto con el éxtasis de todo un día retozando en el mar, el sabor y el olor le embriagaban tanto que poco le faltaba para clavarse los dientes, arrancar un pedazo de sí mismo y saborear su existencia carnal”.

“Apoyándose en los talones, cruzaba con la mayor rapidez posible las aceras de hormigón todavía caldeadas por el sol, y cuando llegaba a la casa de huéspedes, la rodeaba para ir a la ducha al aire libre que había en la parte trasera, con húmedos tabiques de contrachapado, donde la arena mojada se desprendía de su bañador cuando se lo quitaba y lo ponía bajo el agua fría que caía sobre su cabeza. La fuerza uniforme del oleaje, la tortura de las aceras calientes, el impacto del agua helada de la ducha, la satisfacción de tener unos músculos nuevos y prietos, los miembros esbeltos y la piel bronceada, sin más marca que la cicatriz pálida dejada por la operación de hernia oculta allá abajo junto a la ingle… No había nada en aquellos días de agosto que no estuviera prodigiosamente claro. Y tampoco había nada en su perfección física que le diera motivo alguno para no darla por sentada”.

Aunque mi cuerpo no llegó nunca a la perfección física, he sentido esto casi literalmente. Y sólo este trocito de la obra de Roth es lo mejor que he leído en mucho, muchísimo tiempo.

4 comentarios:

Marta G.Brea dijo...

Para Roth la piel tiene memoria, ¿pero hasta el punto de que nuestro cuerpo muestre la biografía tanto como el cerebro? Me gustaría pensar que ni siquiera la degradación del cuerpo pone freno al deseo.

Awake at last dijo...

¿Y no te parece suficiente perfección pre-ci-sa-men-te la obra de Roth, escrita con esa edad? La plenitud se puede alcanzar de tantos modos distintos como segundos tiene la vida, sólo hay que querer ser más listos que nuestros problemas, y estar dispuestos a luchar hasta el final.

Un abrazo.

Anónimo dijo...

Sí que llega un momento en el que empezamos a ser conscientes de que también nosotros vamos a morir. No sé por qué hasta cierta edad vivimos con la creencia oculta pero firme de que eso nunca nos pasará a nosotros. Seremos siempre bellos, no se apagara jamás nuestra luz...

Y un día nos despertamos y la primera idea que cruza nuestra mente es que vamos a morir. De que no queda tanto tiempo. De nuestra propia finitud. De que ya han pasado demasiados años sin darnos cuenta. Y empieza una carrera frenética por vivirlo todo, por no dejarse nada en la recámara...

Creo que estoy pasando la crisis de la mediana edad con demasiado adelanto.

Leo dijo...

SAFRON: Los que no son conscientes del paso del tiempo y de lo que eso significa, tal vez deberían trabajar como celadores en un hospital... ;-).

De todos modos sí que es cierto que muchas veces uno se hace viejo "porque quiere", más allá del deterioro físico que eso pueda suponer.

En fin, qué trascendentales que estamos...