Este puente me voy a tomar seis días de descanso, ocio, meditación y reflexión. Me hace falta. Dejo Madrid encantado de la vida, pero me quedo con una espinilla clavada: La V Feria del Coleccionismo de Playmobil en España, que se celebrará en mi ciudad el 2, 3 y 4 mayo.
Me jode mucho perderme este acontecimiento. Los Playmobil, aquí llamados Famobil, de los que aun conservo una caja en mi casa de Cantabria, hicieron por mí -y por muchos de mi generación- más que muchos amigos, familiares, profesores, escritores y estrellas de la tele.
En aquellos tiempos infantes o adolescentes, los conceptos de tiempo y espacio no los tenía tan definidos como hoy, no estaban tan claros. Jugabas, imaginabas, armabas, colocabas estratégicamente a tus “clicks” (así los llamábamos) sin pensar en la hora o en el espacio que ocupaban en tu cuarto o más allá de él, en los insondables y misteriosos territorios del pasillo, la cocina, el baño o el salón.
Que ahora recuerde, tuve el castillo, el circo, la caravana familiar, la caravana del Oeste, el coche de policía y la nave especial. Nunca tuve, y ya sabe mi madre que supuso un pequeño trauma infantil, lo que más desee: el galeón pirata, una joya que poseían mis vecinos pero que no sabían disfrutar, porque no tenían, ordinarios, ni mi imaginación, ni mi inmensa paciencia para el detalle.

Los “clicks” eran y son un perfecto baremo para saber si un niño es imaginativo o no, si es un pequeño sociópata o prefiere la calle y las relaciones humanas. Mis vecinos sólo querían colocar con gran velocidad a los “clics” y empezar a jugar. Pim-pam-pum-zas-catacrac-argh y ala, a jugar con el balón al patio.
Yo no fui niño de patio, sino niño de habitación. Lo mejor de los Playmobil era vestirlos, armarlos, colocarlos, amputarlos premeditadamente, pintarlos, dirigir, coreografiar. Y me pasaba horas y horas haciéndolo hasta que era la hora de cenar o de dormir. Les debo mucho a estos bichos.