
Este mes se ha cumplido una década desde que la palmó Stanley Kubrick. Recuerdo el día en que murió (7 de marzo de 1999). Estaba viviendo en Madrid, en un piso frío e infecto de la calle Navarra, en mi primer año en la Escuela de Cine. Entonces pensaba que algún día haría una película, qué cosas.

Era de noche. Estaba sólo, mis dos compañeros de piso me había dejado felizmente solo por unas horas. Llevaba rato leyendo, apoltronado, pegado a un espantoso sofá de escai granate de calculable valor.

Encendí el viejo televisor que había cogido prestado de mis padres en Cantabria. Aparecieron en pantalla imágenes de Eyes Wide Shut. Me extrañó, aunque estaba a punto de estrenarse. Segundos después, me entró un escalofrío por todo el cuerpo. Un flemático presentador dijo: “Ha muerto Stanley Kubrick”.

Me quedé frío, y lo primero que se me pasó por la cabeza es que Kubrick no se podía morir así por así, tenía que haberse suicidado, mandando todo a tomar por el culo, en plan Teléfono rojo, volamos hacia la nada.

Días más tarde leí, estudiando las biografías y artículos que se publicaron después de su muerte, que a Kubrick, supuestamente, se le había parado el corazón en la cama. Sin más. Y a otra cosa. Manda cojones…

Recuerdo también aquella llamada, desde Canarias, de NAPALM. Allí curraba por aquellos años. “Friend…. (Largo silencio)… que la ha palmado…”. Y recuerdo hasta mensajes al móvil: “Lo siento”. Había gente que sabía lo que ese mazazo significó entonces para mí. Qué cosas...

No nos lo podíamos creer. NAPALM y yo habíamos dedicado horas, días, meses a hablar de él, de sus hallazgos visuales, de su increíble libertad, impensable hoy en día, de su bestial humor negro, de la inimitable mirada kubrickiana, de su nihilismo, de su monolito y de lo que contaba Pumares sobre él… Era, sencillamente, San Kubrick. Al menos, y durante unos cuantos años, lo fue.

Todo había terminado en esa anodina noche, con ese informativo y esas imágenes de su película-testamento. Más tarde, descubrimos que la última palabra de un film de Kubrick era “follar”. La madre que te parió, cabrón, ¿como nos pudiste dejar así?

Admirábamos a Kubrick no por ser el más grande director de todos los tiempos, que no lo fue, pero sí de los más valientes, únicos, independientes, libres, cínicos, personales y modernos que el cine haya tenido en su corta y ya decadente historia.

Aquella noche, con la tele apagada, caminando abatido hacia un catre sin sábanas, me vinieron imágenes de James Mason observando embobado a Sue Lyon, de Peter Sellers levantándose de su silla de ruedas, de la muerte del computador HAL, de McDowell y su mirada asesina, de Nicholson cojeando, helado, por el laberinto del Hotel Overlook, de Nicole Kidman mirándose desnuda al espejo, y eso que entonces sólo había visto el trailer de Eyes Wisde Shut…

Siempre admiramos a Kubrick porque un día decidió mandar a Hollywood a tomar por el culo, se piró a Herefordshire, Londres, con toda su familia y allí se quedó. Y Hollywood, con la cabeza gacha, fue a él, a mendigarle. Algo IMPENSABLE para cualquiera a día de hoy.
Aunque dicen que personalmente dejaba mucho que desear, algo que me la trae floja, Kubrick fue un maestro a la hora de tratar el cine y a la hora de tratar a la sociedad: con absoluta distancia. Y, madre mía, cómo nos gustaba esa distancia entonces… En el fondo, y sin poder confesarlo, hemos seguidos siendo kubrickianos.
Este mes hubiese cumplido 80, y aunque era muy, muy lento y concienzudo en cada trabajo, seguramente nos hubiera dado una última peli más. ¡UNA MÁS! Eso nos perdimos cuando se quedó frito en la cama.
Escrito la noche del jueves 12 de marzo de 2009.