Esta mañana me ha tocado hacer unos anuncios de cochecitos de niño en la oficina y me ha venido a la cabeza una rara imagen de mi infancia que creía borrada. Qué cosas.
En la casa en la que viví hasta los veintitantos, una urbanización setentera de tres portales, generoso garaje y azulejo blanco, había un almacén para bicicletas, triciclos, sillas y coches de bebé. El olor del lugar era curioso, apestaba a cerrado y a la grasa de las cadenas de las decenas de ruedas que allí se guardaban. Muchas de las bicicletas estaban colgadas en garfios como jamones, la mayoría con las ruedas desinfladas o pinchadas.
Lo que más me inquietaba, eso sí, eran los coches de niño. Algunos volcados, otros de pie contra la pared, la mayoría imprimiendo un espectáculo extraño, como un desguace aparentemente eventual, por aquello de “quien sabe si viene otro crío o alguien de la familia lo puede necesitar”. Pero acababan por no necesitarlo, porque los trastos avanzaban en diseño, seguridad y comodidades -como los de mi anuncio- y no era cuestión de llevar a tu chiquillo en el coche de La semilla del diablo.
En el fondo, algunas vecinas adineradas SABÍAN que esos coches no se iban a reciclar, pero guardaban obsesivamente sus lujosos coches (había que ver alguno nacarado y con incrustaciones doradas) en aquel almacén para que otras vecinas más humildes vieran en qué tipo de vehículos habían sido transportados los cuerpecitos de sus bebés.
Cuestión de clases.
En la casa en la que viví hasta los veintitantos, una urbanización setentera de tres portales, generoso garaje y azulejo blanco, había un almacén para bicicletas, triciclos, sillas y coches de bebé. El olor del lugar era curioso, apestaba a cerrado y a la grasa de las cadenas de las decenas de ruedas que allí se guardaban. Muchas de las bicicletas estaban colgadas en garfios como jamones, la mayoría con las ruedas desinfladas o pinchadas.
Lo que más me inquietaba, eso sí, eran los coches de niño. Algunos volcados, otros de pie contra la pared, la mayoría imprimiendo un espectáculo extraño, como un desguace aparentemente eventual, por aquello de “quien sabe si viene otro crío o alguien de la familia lo puede necesitar”. Pero acababan por no necesitarlo, porque los trastos avanzaban en diseño, seguridad y comodidades -como los de mi anuncio- y no era cuestión de llevar a tu chiquillo en el coche de La semilla del diablo.
En el fondo, algunas vecinas adineradas SABÍAN que esos coches no se iban a reciclar, pero guardaban obsesivamente sus lujosos coches (había que ver alguno nacarado y con incrustaciones doradas) en aquel almacén para que otras vecinas más humildes vieran en qué tipo de vehículos habían sido transportados los cuerpecitos de sus bebés.
Cuestión de clases.
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