A esas horas de la mañana, la Castellana estaba casi desierta a excepción de algún coche de los grises, ambulancias o furgonetas de limpieza. F, mientras cortaba las cintas que envolvían los Abc, Ya, Pueblo, Madrid o Alcázar, se quedó petrificado ante lo que vieron sus ojos: cinco enormes camiones con sus cargas descubiertas y escoltados por cuatro motoristas militares circulaban lentos por la gran arteria madrileña.
La carga de los ruidosos camiones consistía en centenares de amplias banderas comunistas y pancartas con letras en ruso excepto la del último, que transportaba dos gigantescos carteles con imágenes de Leon Trotsky y Vladimir Lenin. Se preguntó inquieto cómo era posible. Por instinto, repasó todas las portadas de los diarios ya desempaquetados en busca de alguna noticia que explicase el desfile de iconos de los rojos en una de las avenidas principales de Madrid. Nada. Ni en pequeño, ni en contraportada.
Pronto perdió de vista el madrugador desfile. No podía dejar el quiosco solo, así que tuvo que conformarse con su transistor -que tampoco decía algo al respecto- y esperar a los primeros clientes para preguntar, para saber más.
Cerca de una de las carreteras de acceso a Madrid, el anciano M trabajaba desde muy temprano en su huerto, pequeño pero rico en hortalizas, de un verde extraño, orgulloso para el secano de aquella zona. Cuando escuchó el ruido de los camiones en el asfalto dejó su rastrillo y observo asombrado la roja estampa que se acercaba. Esperó nervioso. Al ver pasar ante sus ojos los carteles con aquellos hieráticos rostros, levantó el brazo izquierdo y cerró su puño con emoción. Ninguno de los escoltas motorizados se percató del gesto de M, que volvió a quedarse solo y como hipnotizado ante su faena.
H, medio dormido ante su garita, se entretenía con un cuaderno de pasatiempos de los fáciles. Al escuchar el sonido de las motos y los camiones, se despejó, se ató los botones de su guerrillera y salió de su agujero. Unos de los motoristas se plantó serio ante él, sacó un documento plastificado de su uniforme y se lo mostró sin muchas ganas.
- Ábreme.
- ¿Son los rojos?
- Sí. Venga date prisa, que llevamos retraso.
En el barrio de Canillas, V limpiaba ausente los platos de la cena. Su marido P ya dormía desde hacía rato. Cuando acabó la tarea, apagó la luz de la cocina y entró en la habitación. Se quitó la bata de franela verde billar, se descalzó y se metió entre las sábanas. Tres segundos después de apagar la luz de la lamparilla, centenares de gargantas al unísono empezaron a cantar una canción con aires solemnes. P se despertó asustado y encendió sudoroso su lamparilla.
- ¡Eso es la Internacional!
- ¡¿Qué dices?!
- ¡Coño, que es la Internacional, el himno de los rojos de Rusia, mujer!
- ¡¿Pero cómo que los rojos?!
Los dos se levantaron de la cama como por un mecanismo interno. Se acercaron en camisón y pijama a la ventana de la salita, la abrieron y observaron el espectáculo aunque a duras penas, muy de lejos. Con la respiración todavía acelerada, pudieron intuir cientos de banderas rojas, largas y altas pancartas y lo que parecían carteles con imágenes de perfiles políticos.
En una amplia explanada, unas dos mil personas cantaban la Internacional ordenadamente y con buen ritmo, con la cadencia de los que recitan algo que les importa realmente. Cuando llegaron a las últimas estrofas, los cantores, improvisadamente, encadenaron el tema con A las barricadas. La policía española que vigilaba a la multitud se empezó a poner nerviosa y algunos de los agentes marcaron en sus listas a los que se sabían la letra del himno de memoria.
Sin miedo, todos terminaron la canción y prorrumpieron en un sonoro y alegre aplauso que fue interrumpido a duras penas por el megáfono del ayudante de dirección de David Lean. Se daba por bueno un nuevo plano del rodaje de Doctor Zhivago en los Estudios CEA de Madrid.
martes, mayo 17, 2005
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