
Schneider era un pijo, no nació en un arrozal. Su padre, Abraham Schneider, era nada menos que presidente de Columbia Pictures. Pero en vez de hacer lo que le aconsejaba papá, arriesgó. En 1965 fundó junto a su colega Rafelson la BBS, una productora con la que levantaron la serie The Monkees. Se forraron y con aquella pasta Rafelson y Schneider estrenaron su primer largo, Head, un disparate escrito por un tal Jack Nicholson. En 1969, y con Jack como secundario robaplanos, produjo Easy rider. Hollywood no daba crédito. Había costado 400.000 euros y lograron una taquilla de sesenta millones. Luego llegó Mi vida es mi vida, dirigida por Rafelson y con Nicholson como prota absoluto, La última película, dirigida por Peter Bogdanovich, Drive, he said, dirigida por Nicholson y El rey de Marvin Gardens, también dirigida por Rafelson.
Las últimas imágenes que he visto de Bert Schneider son patéticas, me dejaron con muy mal cuerpo. Ya anciano, pero conservando los expresivos ojos azules que volvieron locas a decenas de mujeres, hablaba emocionado y medio ido sobre Michael Jackson y Charles Chaplin. Demasiadas drogas, demasiados excesos y demasiados años desde que ese pijazo con ideales escuchase una gran frase de su amigo Bob: “El problema de hacer cine, Bert, no es que no contemos con gente de talento; lo que pasa es que no tenemos la gente con talento necesario para reconocer el talento”.
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