El álbum de fotos, de portada rústica y de hoja dura platificada, contenía el último viaje de su hija a un país del sudeste asiático. Tailandia, Malasia, por ahí, da igual. Las fotos seguían los cánones del turista: de fondo el monumento y en primer plano la pareja o la mujer y el marido por separado. Fotos sin mirada.
El viejo pasaba las hojas sin interés, ese que no supo disimular en casi todos los actos de su vida, ni cuando no tenía la excusa de la senilidad. Pasaba una hoja detrás de otra sin pasión, como ojeando una revista de mujeres o el catálogo del Prica.
En se mismo álbum, ella le enseñó las fotos de la boda de su hermana, hija menor del viejo. Cuando su uña bien limada se detuvo en una gran foto familiar en pleno bodorrio, la mujer preguntó al viejo a quién conocía de aquellas personas. No lo pudo hacer -“nada, ni idea, qué va”, comentaba arrogante- ni con su mujer, ni con sus nietos, ni con sus hijos. Cuando llegó a un repeinado, bien alimentado y elegante sesentón de chaqué, dijo: “Coño, a este sí le conozco, muy buena gente… pero no recuerdo su nombre”. Era él, claro. Mi abuelo. Y ella mi madre de visita en la residencia. Me dice mamá que al cabrón del viejo se le está pudriendo el cerebro, pero que sólo recuerda cosa buenas. “Todo ha sido cojonudo”, me dice entre indignada y descojonada de risa. Para que luego digan que las enfermedades mentales son tremendas e indignas. Que miren a mi abuelo: no recuerda NADA del daño que ha hecho en vida. Y vaya si lo hizo aunque a mí, su nieto favorito, me tratase como a un príncipe. Para él todo ha sido cojonudo.
miércoles, abril 13, 2005
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