viernes, febrero 24, 2012

Cine enciclopédico

Una nueva tendencia que me llama la atención en el cine actual, y que está presente en los Oscar, es el enciclopedismo. Tres de las nominadas son películas con homenajes, referencias y citas al cine pasado, a lo antiguo, al “cualquier tiempo pasado fue mejor”. Negados para palpar el tiempo presente, muchos cineastas se conforman con el recuerdo de los good old days, con el homenaje didáctico, con el cine enciclopédico. Las tres películas son Medianoche en París, The Artist y La invención de Hugo. Las tres se acercan al cine o a la cultura de una manera epidérmica y cualquier cinéfilo de verdad sólo tiene dos cosas que decir ante ellas: “Gracias, pero ya me conozco esta historia” o “Gracias por este bello homenaje”.

En la entretenida Medianoche en París tenemos hasta una guía cultural, Carla Bruni (¿?), y la gran enciclopedia de los creativos años veinte: Auguste Rodin, Cole y Linda Porter, Jean Cocteau, los Fitzgerald, Gertrude Stein y su novia Alice B. Toklas, Picasso, Buñuel, Dalí, Man Ray, Josephine Baker, Toulouse-Lautrec… Están todos.

Nos han vendido The Artist, una de las mayores estafas cinematográficas que he visto en años, como el gran homenaje al cine mudo, pero en realidad es un pastiche donde han mezclado sin mucha originalidad el estilo del cine mudo con el del cine clásico de los 40 (plagian sin pudor Ciudadano Kane) o los 50 (con “homenajes” a Cantando bajo la lluvia, El crepúsculo de los dioses o Vértigo, cuya banda sonora violan de forma torpe y fraudulenta).

La invención de Hugo ha sido definida como “un film de Scorsese para toda la familia”, pero en realidad esconde otro homenaje cultureta a los grandes pioneros del cine. A Méliès, a los Lumière, a Porter, a Lloyd o a Chaplin. Hugo no es una película para niños, sino para cinéfilos, una película que podría haber sido estupenda (su tercer acto es brillante) si no es por resultar previsible, por su flojo arranque, por su sosa parejita protagonista, por el presunto humor de Sacha Baron Cohen y porque por momentos crees estar viendo una peli de Spielberg, o lo que es peor: un juego de ordenador.

Paradojicamente, el abuelito Scorsese escupe la poca bilis que le queda contra el ordenador. Y frente a lo digital reivindica el truco, los mecanismos, las trampas y la magia de los viejos artesanos. Pero lo hace, y hay que ser muy cínico, con una carísima película digital.

viernes, febrero 17, 2012

Maquíllate, maquíllate

Vuelven los Oscar y con ellos las fortunas gastadas en publicidad, los rumores, los cotilleos, las quinielas, las anécdotas imbéciles… todo eso que poco tiene que ver con el buen cine. Un año más la mayoría de las películas nominadas son muy flojas.

En estos Oscar me ha llamado la atención la categoría de Mejor actriz femenina. Las cinco actrices son buenas, pero todas menos una (Viola Davis, de Criadas y señoras) han tenido que interpretar con mucho maquillaje encima o con una gran transformación. En dos casos han tenido que imitar a alguien conocido (Meryl Streep en La dama de hierro y Michelle Williams en My week with Marilyn) y en los otros dos han sufrido una transformación muy exhibicionista (Glenn Close en Albert Nobbs y Rooney Mara en Los hombres que no amaban a las mujeres). La peli de la Streep y la de la Close también están nominadas al mejor maquillaje.

Me llama la atención que en esta categoría se hayan olvidado de Shailene Woodley, excelente y joven actriz que hace de una persona normal en Los descendientes. Y es que eso de hacer de alguien corriente y moliente no parece cuajar muy bien con los Oscar. Woodley, que con 20 años ya está bastante bregada en la tele (O.C., Crossing Jordan, Me llamo Earl o CSI: Nueva York) nos ha dado en la película Alexander Payne una lección de verdad, estilo e instinto. Es una pedazo de actriz. Pero claro, en su curro no hay maquillaje ni exhibición.

Por cierto: En pleno siglo XXI ¿qué le pasa a Hollywood con los maquillajes viejunos? ¿Han visto los maquillajes de J. Edgar, la de Eastwood? Dios santo, qué bochorno… Escrito la noche del jueves 16 de febrero de 2012.

viernes, febrero 10, 2012

Gagaismo

Hace poco NAPALM publicó en su blog un post llamando a Woody Allen de todo menos guapo, y sobre todo gagá. Le cabreaba que un director con su talentazo fuese hoy tan simplón y acabase haciendo una peli de postalitas. A mí Medianoche en París no me desagradó, aunque me pareció que pecaba de demasiados guiños intelectualoides.

Hace poco vi War Horse, la peli del jovencito y el caballito de Steven Spielberg, y tuve la sensación de estar viendo la película de un señor muy pero que muy mayor. Y me entraron ganas de llamar a Steven “Abuelita Spielberg”, que es como llamaba Juan Antonio Bardem despectivamente a Frank Capra. Luego Bardem fue también muy abuelita.

Me interesa la práctica del gagaismo, todo un fenómeno que no sólo afecta a Allen o a Spielberg. ¿Cómo es posible que Scorsese, el director de Taxi Driver, estrene hoy cosas infantiles como La invención de Hugo? ¿Cómo es posible que Oliver Stone, el director de JFK, estrene ponzoñas patrioteras como World Trade Center? ¿Por qué David Cronenberg, aquel que revolucionó el fantástico con todo tipo de perversiones carnales, estrena hoy bodrios didácticos y académicos como Un método peligroso? ¿Y la abuelita Almodóvar? ¿Y las últimas pelis viejunas de Coppola, Polanski o Clint Eastwood, o de autores que en sus inicios transgredieron como Bernardo Bertolucci, Mike Nichols, Neil Jordan, Ridley Scott, Tim Burton, Michael Mann, Gus Van Sant…?

La definición de gagá es la de alguien que chochea con la edad. Y creativamente también se puede chochear. La decadencia creativa parece consustancial al deterioro humano. Menos mal que no todos los directores de cine sufren gagaismo. Algunos fueron arriesgaron más de mayores que de jóvenes. Pienso, arbitrariamente, en Stanley Kubrick, John Huston, Akira Kurosawa, John Boorman, John Cassavettes, Bob Fosse, Robert Aldrich, Robert Altman, Sidney Lumet, Richard Brooks, David Lynch o Luis Buñuel. Jóvenes hasta el final. Menos mal. Escrito la noche del 8 de febrero de 2012.

miércoles, febrero 01, 2012

Los descendientes: muerte absurda, vida absurda

Lo ha vuelto a hacer, y ha tardado siete años. Desde la memorable Entre copas Alexander Payne, el cineasta de Omaha (ciudad que no cambia por Los Ángeles porque no quiere vivir "con gente de su oficio sino con gente normal"), se hacía de rogar en el largometraje. En esos años no ha perdido el tiempo: ha tenido una operación quirúrgica, se ha divorciado, rodó un corto magnífico para el filme colectivo Paris, je t'aime, ha trabajado en televisión (dirigió el piloto de Hung) y ha tenido que abandonar Downsizing, un proyecto al que ha llamado su “épica obra maestra” y que resultaba económicamente inviable.

Los descendientes es un encargo. A Payne, que acababa de abandonar Downsizing, le ofrecieron dirigir la adaptación a la televisión de la prestigiosa novela de Franzen Libertad, pero no le apetecía dedicar dos años de su vida a esos personajes. Entonces Stephen Frears abandonó el proyecto Los descendientes y a Payne le sedujo la historia y “la extrañísima atmósfera socio-cultural de clase alta de Hawai”.

Pensó que los ingredientes darían para un buen filme y pensó bien. Payne y los guionistas Nat Saxon y Jim Rash (y antes el novelista Kaki H. Hemmings) han logrado algo brillante: que alrededor de una mujer en coma, una mujer prácticamente muerta, se orqueste una representación tan vital que te deja sin palabras, te emociona hasta lo más hondo. Y todo escrito en un tono de comedia dramática muy difícil y valiente, un tono que recuerda a A propósito de Schmidt, film cuyo universo Payne rescata. Las coincidencias son evidentes: una ciudad gris, un hombre en el otoño de su vida que lo ha dado todo al trabajo, un tipo que descubre que su desaparecida pareja le ponía los cuernos con otro y un padre que ha perdido el control de su hija.

Lo mismo le ocurre aquí a Matt (George Clooney), solo que con una particularidad: su mujer no ha desaparecido del todo, aunque ya sólo es un vegetal. Lo que cualquier guionista mediocre hubiese hecho con esta situación es tirar del melodrama o de la lágrima fácil, pero Payne y sus guionistas logran mezclar momentos de hilaridad y momentos de desgarro con pasmosa habilidad. Su trabajo es sincero, honesto, luminoso. Frente a la mujer en coma Matt se enfada, le grita, patalea y le dice de todo, igual que su hija mayor o la mujer de su amante. Ponen verde a una mujer desahuciada, pero también a una mujer que ha hecho mucho daño. Y Matt también se derrumba en su despedida, antes de desconectarla, uno de los momentos más desgarradores que he vivido desde hace bastante tiempo ante una pantalla.

Los descendientes es el cine que merece la pena ver, recordar y rescatar cada cierto tiempo, cine perdurable y sobre todo cine maduro, escrito y rodado por gente que no sólo quiere entretener a la audiencia sino que además se cuestiona cosas, se hace preguntas sobre lo que es ser amante, marido y padre. Y sobre lo que significa estar vivo. Porque si algo revela esta película es EL ABSURDO. Lo absurdo que es todo en el fondo, lo absurdos que somos. Lo radiantes, guapos y folladores que somos hasta que en unos segundos nos convertimos en un vegetal con la boca agrietada y el pelo grasiento. En segundos. Lo ha explicado muy bien el propio Payne: “El cine debe ser consciente del absurdo de la vida y reflejarlo, del absurdo de la existencia detrás de cada detalle. Hay que aceptar lo absurdo que es todo y tener un sentido del humor hacia ello”.

Una película vital con la muerte como motor de todo, eso me parece Los descendientes, otra gran película de Alexander Payne, que en mayo empieza a rodar la esperada Nebraska, otra de sus road-movies que trata sobre… ¿adivinan? Sí. Un padre, un hijo y cuentas pendientes. Escrito el sábado 21 de enero de 2012.

Textos relacionados: ENTRE COPAS: Mi película de la década y A PROPÓSITO DE SCHMIDT, Jack Nicholson y mi padre